Escrito por Julio A. Muriente Pérez / MINH
La decisión del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, de reconocer la ciudad de Jerusalén como la capital del Estado de Israel, es una provocación concebida con todo cálculo y maldad, a sabiendas de las terribles consecuencias que la misma puede tener.
“Esto es un disparate de dimensiones históricas. Los intereses de Estados Unidos van a quedar dañados por muchos años y la región se vuelve mucho más volátil.” - John Brennan - Exdirector de la CIA (2013-2017)
La decisión del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, de reconocer la ciudad de Jerusalén como la capital del Estado de Israel, es una provocación concebida con todo cálculo y maldad, a sabiendas de las terribles consecuencias que la misma puede tener.
Es un acto de ilegalidad flagrante, que pretende desconocer la opinión generalizada de la comunidad internacional sobre el conflicto no resuelto de Palestina.
Es una acción tremendamente insensata, injusta y soberbia, dirigida a complacer a los sectores más retrogradas de la sociedad estadounidense y al gobierno sionista que ocupa ilegalmente tanto Jerusalén como buena parte del territorio palestino.
Es un ejercicio de violencia y terrorismo de Estado, sostenido en la idea de impunidad de gran potencia planetaria, que puede disponer a su antojo de todo y de todos.
Es una determinación que no ayuda en nada a la solución de un problema centenario que ha provocado mucha muerte, sufrimiento y desolación y que en cambio agrava y profundiza esa delicada situación.
Se ha dicho una y mil veces que la solución de este conflicto requiere de la creación de un Estado nacional palestino, en el territorio ocupado ilegalmente por Israel desde 1967. Que se dé la convivencia pacífica y respetuosa de los pueblos de Israel y Palestina, teniendo a Jerusalén como la capital de ambos Estados. La ONU y otras instituciones internacionales han aprobado montañas de resoluciones en ese sentido. Pero han prevalecido la obstinación, el expansionismo y el racismo sionista, y el respaldo cómplice de Estados Unidos y algunas potencias europeas.
En lugar de aplicarse dichas resoluciones, Israel sigue ocupando ilegalmente esas tierras, construyendo asentamientos permanentes, levantando muros tipo apartheid y agrediendo al pueblo palestino, que es sometido a condiciones de pobreza y marginalidad espantosas. El objetivo no disimulado la creación del “Gran Israel” y la imposición de la hegemonía sionista en el Medio Oriente.
Trump no se ha sacado de la manga esta desgraciada decisión. No solo fue una promesa de campaña para satisfacer a sus donantes electorales judíos y evangélicos, sino que el propio Congreso de Estados Unidos aprobó una resolución en ese sentido en el año 1995.
Tan escandalosa y reprobable ha sido la decisión anunciada por Trump, que aun sus aliados más cercanos la han rechazado: Italia, Reino Unido, Francia, Alemania, España, la Unión Europea. Asímismo el Secretario General de la ONU, el Papa Francisco, la Liga Islámica y la generalidad de los países árabes; en fin, ha sido una repulsa planetaria.
Con este anuncio, Estados Unidos se ha retratado de cuerpo entero como enemigo de la paz en Palestina y como un insensato agente provocador y violador del derecho internacional.
La pregunta obligada es, además de expresiones públicas más o menos firmes o cautelosas, ¿qué va a hacer la comunidad internacional para que finalmente avance y se materialice el tan angustioso proceso de paz que haga justicia al pueblo palestino? ¿Mirar para el otro lado? ¿Rendirse ante los caprichos de Trump? ¿Resignarse?
El pueblo palestino ha puesto por décadas las vidas de sus hijos e hijas. Con paciencia ejemplar ha batallado en todos los escenarios, llevando su reclamo justo y esperando resultados que anuncien la paz y la felicidad tan ansiada para ese pueblo.
Lo que hemos recibido cien años después de la Declaración Balfour, que dio paso a la ocupación sionista de Palestina, es una nueva declaración perversa y traicionera. (endi.com)
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