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11 de marzo de 1971: A 50 años Testimonio*

 

A manera de introducción
Los sucesos acaecidos el jueves 11 de marzo de 1971 en el recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico marcaron mi vida para siempre, hasta el instante en que escribo estas líneas.



Yo tenía entonces 19 años, casi veinte. Cursaba el cuarto año en el Departamento de Historia, en la Facultad de Humanidades de la UPR. Era mi primer año en el recinto riopedrense. Había estado tres años en el Colegio Regional de Arecibo (Hoy recinto de la UPR de Arecibo, mi pueblo), desde su fundación en 1967.

En 1968 varios estudiantes fundamos un capítulo de la Federación de Universitarios Pro Independencia (FUPI), que me tocó presidir hasta 1970. Simultáneamente ingresé  al Movimiento Pro Independencia (MPI), donde compartí con compatriotas a quienes debo el mayor respeto y aprecio.  Me trasladé al recinto de Río Piedras en agosto de 1970 y posteriormente fui electo miembro del Comité Ejecutivo del capítulo  de la FUPI de ese centro académico.

El sábado, seis de marzo de 1971, regresé de Europa, a donde había sido enviado para representar a la FUPI en el X Congreso de La Unión Internacional de Estudiantes (UIE) celebrado en Bratislava, la entonces Checoslovaquia, del 3 al 10 de febrero. Iba junto al compañero Antonio Gaztambide, quien poco después tuvo que regresar a Puerto Rico  a atender un caso en corte, relacionado con la lucha estudiantil.

Mientras tanto, yo seguí rumbo a Helsinki, capital de Finlandia, invitado a participar junto a otros delegados en la Conferencia Internacional de Estudiantes y el Movimiento de Liberación Africano, en conmemoración del décimo aniversario del inicio de la lucha armada en Mozambique, que encabezaba el FRELIMO (Frente para la Liberación de Mozambique), contra la dominación colonial de Portugal, celebrada del 14 al 18 de febrero.
Días después viajé de Helsinki a Moscú en tren, esta vez correspondiendo a una invitación  hecha por la organización juvenil soviética, el Konsomol.

De regreso a Puerto Rico, hice escalas de varios días en París y Madrid, acompañado por dos uruguayos que estuvieron como delegados en el Congreso de la UIE. Uno de ellos era Jorge Landinelli, por entonces presidente de la Federación de Estudiantes Universitarios de Uruguay, FEUU. Finalmente arribé a San Juan el sábado 6 de marzo de 1971, luego de cinco semanas fuera del País.

A mi llegada al aeropuerto de Isla Verde fui detenido por agentes del FBI, por la muy subversiva razón de que traía en el equipaje fotos vietnamitas de la guerra en ese país del sudeste asiático, las cuales no agradaron a los agentes, aunque no me las quitaron.

En aquel instante, frente a los agentes del FBI, no podría imaginar lo que estaba por acontecer cinco días después en la Universidad y en el País. Han de haber tantos recuerdos, anécdotas e interpretaciones sobre lo acontecido el 11 de marzo de 1971 como protagonistas hubo en aquellos sucesos. Ofrezco aquí mi reflexión sobre ese día, sus antecedentes y consecuencias.

Situación general

En 1971 estaba en todo su apogeo la agresión militar de Estados Unidos contra Vietnam, Laos y Campuchea, tres países del sudeste asiático. Se imponía sobre la juventud puertorriqueña la ley del servicio militar obligatorio estadounidense, como una muestra elocuente a la vez que desgarradora de la condición colonial vigente en nuestro País. Miles de jóvenes boricuas habían sido forzados a ir a la guerra. Muchos habían fallecido o resultado heridos en el campo de batalla, peleando por los intereses de Estados Unidos en esa región. Centenares de jóvenes habíamos desafiado al gobierno estadounidense, negándonos a ingresar al ejército.

Ya entonces miles de personas en Estados Unidos y en otras partes del mundo levantaban su voz de protesta contra aquella guerra de agresión de una superpotencia armada hasta los dientes y sus aliados, contra pueblos pequeños que luchaban tenazmente por su derecho a ser libres e independientes.

Los pueblos de Vietnam, Laos y Campuchea no eran nuestros enemigos. Eran más bien nuestros aliados. A diferencia de la visión predominantemente “pacifista” de sectores del movimiento antiguerra de Estados Unidos en esos años, nosotros no éramos “neutrales” en aquel conflicto armado. No queríamos solamente que cesara la guerra. Anhelábamos que los pueblos del sudeste asiático derrotaran al imperialismo estadounidense y sus aliados. Nuestro antimilitarismo formaba parte de una visión mayor antiimperialista y anticolonialista, similar a la de esos pueblos, que defendían su derecho a la autodeterminación e independencia. Su lucha era nuestra lucha, y su victoria sería, como en efecto lo fue, una victoria nuestra también.

Aquella hermandad y unidad de propósito se habían sellado con la sangre de José Rafael “Felel” Varona, dirigente de la FUPI asesinado por las bombas lanzadas por aviones yanquis sobre suelo vietnamita. Fefel formaba parte de una delegación de la Organización Continental Latinoamericana de Estudiantes (OCLAE), que se encontraba de visita en Vietnam. Fue herido al ser bombardeada la escuela que visitaba en el norte de ese país, el 18 de abril de 1967. Falleció el 24 de marzo de 1968 en un hospital de Moscú, a donde había sido trasladado.

El ROTC
En los recintos de la Universidad de Puerto Rico había—y continúa habiendo—una instalación militar, Reserve Officers Training Corps o ROTC, que desde hace años era motivo de controversia. La presencia militar estadounidense en la Universidad es fruto de un contrato multimillonario de la institución con el Departamento de Defensa de Estados Unidos, que pretende producir oficiales con un nivel cultural relativamente alto.

El conflicto que genera la presencia del ROTC en la Universidad tiene varias vertientes.

Desde el punto de vista pedagógico representa una contradicción irreconciliable que en una institución educativa que se supone se eduque para la paz, la armonía, el pleno desarrollo social y la vida, al mismo tiempo y en el mismo lugar se esté educando para la guerra, la destrucción y la muerte.

Desde el punto de vista político, implica la presencia de las mismas fuerzas armadas que invadieron Puerto Rico el 25 de julio de 1898 y que han mantenido a nuestro país bajo dominación colonial por más de un siglo.

Desde el punto de vista del respeto a la dignidad humana y a la libertad de los pueblos, resulta inadmisible la presencia en la Universidad de esa rama de las fuerzas armadas de Estados Unidos que desatan guerras de agresión por doquier; en aquel momento histórico contra los pueblos del sudeste asiático, que al igual que nuestro Pueblo aspiran a alcanzar su derecho pleno a la autodeterminación y descolonización.

Como fruto de la lucha antimilitarista desarrollada por el estudiantado universitario en los primeros años de la década de 1960, el ingreso al ROTC había dejado de ser obligatorio para los alumnos y alumnas de la UPR, como lo había sido por décadas. Sin embargo, se mantenía dentro del recinto de Rio Piedras un fuerte militar y los cadetes militares—voluntarios—realizaban campañas  de reclutamiento y realizaban marchas y entrenamientos dentro del campus.

En las elecciones generales celebradas en 1968 triunfó por vez primera el anexionista Partido Nuevo Progresista (PNP). El nuevo gobernador colonial lo era el multimillonario Luis A. Ferré. Como era de esperarse, su administración se distinguió por el más  incondicional “pro americanismo”, a favor de la guerra y, naturalmente, en apoyo a la presencia militar en la Universidad. Ese mismo año fue electo presidente de Estados Unidos el “republicano” y derechista Richard Nixon, quien dio continuidad a la brutal y abusiva escalada militar contra los pueblos indochinos iniciada por su predecesor, el “demócrata” y derechista Lyndon B. Johnson.

En septiembre de 1969 el juez de la Corte Federal de Estados Unidos en Puerto Rico, Hiram Cancio, condenó al estudiante universitario Edwin Feliciano Grafals, ¡a una hora de cárcel!, por negarse a ingresar al ejercito. Aquella insólita y a la vez valiente condena significaba de manera explícita el reconocimiento de la justeza de nuestra lucha antimilitarista y de la barbaridad de la agresión que cometía Estados Unidos contra otros pueblos.

Como secuela de esa decisión judicial, ocurrió un duro enfrentamiento entre estudiantes y cadetes del ROTC que desembocó en la quema parcial del fuerte militar ubicado en el recinto de Rio Piedras de la UPR.

El 4 de marzo de 1970 se suscitaron una vez más serios incidentes en la Universidad, entre cadetes del ROTC y el estudiantado. El rector Jaime Benítez solicitó la intervención de la policía. El pueblo de Río Piedras fue puesto en estado de sitio. Decenas de estudiantes fueron agredidos. Antonia Martínez Lagares, estudiante de Pedagogía natural de Arecibo y quien habría de graduarse con honores en el verano, fue asesinada por un policía, quien le disparó indiscriminadamente cuando ella le conminó a que dejara de macanear a un estudiante en plena avenida Ponde de León.

De manera que, durante los últimos años de la década de 1960 y principios de la década de 1970 se fueron acumulando profundas contradicciones entre el estudiantado y la juventud puertorriqueña de una parte, y el gobierno colonial, las autoridades universitarias subordinadas a éste y las agencias militares de otra parte, frente a la problemática de la guerra, el militarismo y la dominación colonial.

En el contexto universitario, durante esos años se habían multiplicado las expresiones de rechazo al ROTC: marchas, huelgas de hambre, asambleas multitudinarias e incluso una consulta directa al estudiantado en la que éste se expresó mayoritariamente a favor de la salida de aquella institución militar.

Pero pudieron más la intolerancia y el entreguismo reiterados de las autoridades universitarias y gubernamentales. Ello anticipaba un desenlace desastroso.

El once de marzo
Una de las versiones sobre las causas inmediatas que condujeron a los sucesos del 11 de marzo de 1971 indica que la mañana de ese día se reunieron en el Centro de Estudiantes del recinto un grupo de cadetes del ROTC y algunos simpatizantes suyos portando banderas de Estados Unidos, para celebrar la derrota que había sufrido la noche antes el boxeador afroestadounidense Muhammad Ali (Cassius Clay). Ali se había convertido en un símbolo por sus posiciones en contra de la guerra y su rechazo al reclutamiento militar.

Una derrota suya en el cuadrilátero era interpretada por los defensores de la guerra y el militarismo como una victoria para ellos.

Lo cierto es que en la mañana del día once se suscitó un incidente en ese lugar entre cadetes del ROTC, miembros de fraternidades y un grupo de estudiantes. La disputa fue creciendo; las autoridades universitarias movilizaron a la Guardia Universitaria contra los estudiantes, mientras los cadetes se refugiaban en su fuerte contiguo al Centro de Estudiantes, donde estaban apertrechados de piedras, palos e incluso armas de fuego, como quedó demostrado posteriormente.

La gota que colmó la copa fue la aparición de la Fuerza de Choque de la policía en el recinto. Para esa fecha el rector del recinto de Río Piedras era Pedro José Rivera, y el presidente de la Universidad era Jaime Benítez. De manera que recayó en ellos directamente la responsabilidad de solicitar que decenas de miembros de ese nefasto cuerpo policiaco entraran por todos los portones, disparando a mansalva y agrediendo a todo aquel que encontraban a su paso. Los miles de estudiantes dispersos en el campus intentaron protegerse de la manera que fuera, ante la inminente agresión que les venía encima de  manera inmisericorde.

Entonces sucedió algo inesperado. En medio de la refriega, el jefe de la Fuerza de Choque, José Birino Mercado, cayó herido de muerte frente al Centro de Estudiantes. Otro miembro de la Fuerza de Choque fue igualmente herido de muerte, cerca del entonces edificio nuevo de la facultad de Estudios Generales. Más tarde se informó que un cadete del ROTC—de nombre Jacinto Gutiérrez—había resultado herido en el edificio militar y que posteriormente falleció. Se había desatado la violencia en todo su desenfreno.

Quienes estábamos allí en ese momento no éramos particularmente valientes. Simplemente el temor no afloró. El enfrentamiento parecía inevitable y lo asumíamos. Para muchos de nosotros tanta violencia, tanto riesgo de perder la vida o resultar agredido, era algo inédito,  que probablemente no alcanzábamos a comprender en toda su intensidad. Nunca se había aparecido la muerte tan de cerca, allí tirada en la calle, personificada en alguien tan poderoso como el jefe de la temible Fuerza de Choque. Era como ahogar a Salcedo. La euforia y un elemental sentido de protección se apoderaban simultáneamente de los miles de estudiantes que corríamos en todas direcciones. La violencia policiaca adquirió una fuerza mayor, al ver a su jefe caído.

Dos policías y un cadete muertos, decenas de estudiantes heridos por los disparos de la Fuerza de Choque, otros tantos arrestados y molidos a golpes en el recinto y en el cuartel de la policía de Río Piedras…el caos se apoderó de la Universidad y de todo Río Piedras…establecimientos incendiados, gases lacrimógenos lanzados por doquier…era un “sálvese quien pueda”.

Luego vinieron días difíciles. El recinto de Rio Piedras de la UPR fue cerrado y tomado por la policía. Se fue generando un clima de venganza por parte de sectores derechistas, incluyendo de manera prominente al exilio cubano, que por esos años generaba un activismo peligroso. Fueron incendiadas propiedades de independentistas, se organizaron marchas, se reclamó el escarmiento, editoriales y artículos en la prensa reclamaban castigo contra el estudiantado; la histeria se había apoderado del gobierno colonial-anexionista y de los sectores más retrogradas del País.

Decenas de estudiantes fueron suspendidos sumariamente por la administración de la UPR. Las cartas de suspensión firmadas por el rector Pedro José Rivera no tardaron en llegar a muchos de nosotros. Era evidente la intención de arrasar con el movimiento estudiantil y sus organizaciones. Había que castigarlo severamente.

Un mes después el recinto de Rio Piedras de la UPR reabrió sus portones, en un intento infructuoso por retornar a cierta normalidad. En realidad la intención de las autoridades universitarias y gubernamentales era imponer una nueva normalidad. El recinto estaba plagado de agentes encubiertos, cámaras y ojos electrónicos por doquier. Habían sido instaladas verjas que acorralaban los edificios de las diversas facultades. Numerosos brazos mecánicos interrumpían y controlaban el transito vehicular. Muchas oficinas de profesores y consejos de estudiantes habían sido saqueadas y destruidas por los ocupantes policiacos. Se  mantenía el estado de sitio.

Pocas semanas después, y en lo que podría considerarse un ejercicio de insensible obstinación, se celebró la graduación dentro del recinto—en la antigua pista donde hoy ubica la Facultad de Educación—sitiado por la policía que controlaba cada pulgada. Asistió apenas el diez por ciento de los graduandos.

Sin embargo poco después la administración universitaria—y el gobierno—tomaron una decisión que constituía una gran admisión de responsabilidad propia. El fuerte del ROTC dentro del recinto fue cerrado (posteriormente ese edificio fue convertido en el Centro de Cómputos) y a los militares se les reubicó en unas facilidades situadas fuera y distantes, en la avenida José Celso Barbosa, donde en fecha reciente han construido un nuevo edificio.

Allí permanece medio siglo después. Aunque se mantiene oficialmente y aun cuando sucesivas administraciones han intentado imponer su presencia, el ROTC ha sido virtualmente inexistente durante los pasados cincuenta años. Con muy escasas excepciones, la presencia militar dentro del recinto de riopedrense prácticamente desapareció; aunque se mantiene en otras dependencias universitarias públicas y privadas del País.

Dos años después, en 1973, Estados Unidos se retiró a prisa de Vietnam y el sudeste asiático, derrotado. Como quien dice, con el rabo entre las patas. En 1975 el pueblo vietnamita alcanzó la victoria definitiva e inició la añorada reunificación de su patria. Nosotros también celebramos aquella gran victoria.

Recapitulando
¿Fue inevitable que se desatara tanta violencia para tomar decisiones tan evidentemente sensatas y razonables como la desmilitarización—parcial e incompleta, pero desmilitarización al fin—de la Universidad, como era el justo reclamo de la mayoría de la comunidad universitaria? ¿Fueron inevitables las muertes y las agresiones ocurridas en esos años y en particular el 4 de marzo de 1970 y el 11 de marzo de 1971, para que se entendiera en alguna medida la incompatibilidad existente entre educación universitaria y militarismo?

¿Acaso no había otra manera de resolver estos conflictos, que evitara tener que desembocar en lo que aconteció durante esos años? ¿Por qué tenían que prevalecer la sumisión partidista y el entreguismo colonial?

¿Hubiera habido forma de comprender la escandalosa injusticia que se estaba cometiendo contra los pueblos de Vietnam, Laos y Campuchea? Aparte del juez Hiram Cancio en su día, ¿podría haber habido alguna comprensión institucional de la barbaridad cometida contra cientos de jóvenes puertorriqueños, enviados a matar y morir frente a un pueblo que no era su enemigo, a defender intereses extranjeros, víctimas  de la imposición de una ley que a su vez era consecuencia de la imposición de una condición política injusta y abusiva, fruto precisamente de una agresión militar cometida en 1898?

Alguien podría advertirnos que estamos pidiéndole peras al olmo. Y probablemente estaría en lo cierto.

Por eso, cincuenta años después, vemos a un gobierno colonial y a una administración universitaria impuesta por éste, que ejercen la misma intolerancia y obstinación de entonces. Por eso, cinco décadas después la Universidad ha sido ocupada reiteradamente por la policía, siguiendo las órdenes de administraciones coloniales-anexionistas, igual que en 1970 y 1971. Por eso prevalece la ausencia de democracia y participación de la comunidad universitaria, mientras se mantiene la dictadura de un puñado de funcionarios impuestos por el gobernador colonial de turno; igual que entonces. Por eso aunque languidecente, el ROTC esta ahí, sin duda impuesto por el Departamento de Defensa de Estados Unidos, en la UPR y en otras instituciones educativas; el mismo Departamento de Defensa que promueve guerras alrededor del planeta, aunque haya desaparecido la ley del servicio militar obligatorio.

Si antes hubo muertos y heridos que obligaran a prestar alguna atención a la grave situación existente, cinco décadas después no faltan quienes desean ansiosos que se produzcan los muertos de la  nueva-vieja situación, a ver qué sucede.

Cinco décadas después también hay una juventud universitaria que no es indiferente ni se resigna, sino que está dispuesta a luchar y a comprometerse a favor de una Universidad y un País mejor, donde reinen el respeto y la consideración. Y un pueblo que tampoco es indiferente, que va comprendiendo y apoyando a sus jóvenes valientes y desprendidos, que, después de todo son sus hijos e hijas.

En el fondo las cosas han cambiado mucho y no han cambiado nada. En todo caso, han empeorado. No es poca cosa la lista de lo acontecido en los pasados años: crisis estructural y colapso del ELA, la economía colonial en quiebra, imposición de una justa de control fiscal como cobradora inmisericorde; huracanes, sismos, sequías, pandemias, marcado deterioro de la calidad de vida, emigración como única salida para muchos compatriotas; incertidumbre… no resulta fácil percibir luz al otro lado del túnel.

No obstante, la necesidad de seguir luchando por un Puerto Rico mejor, justo y democrático, no sólo es la misma sino que es mayor.

Este es mi homenaje a aquel once de marzo que, como he dicho, marcó mi existencia para siempre. Con la satisfacción de que recuerdo esos hechos cincuenta años después, sin haber renunciado ni a una pulgada de los principios e ideas que regían mi vida entonces, a los 19 años de edad.  En todo caso, a aquellos he sumado otros tantos compromisos, ideas y proyectos de vida y de lucha. Que los recuerdo, no para desempolvar libros viejos o como un ejercicio nostálgico, sino de cara al presente y al futuro de lucha, como desde siempre. Era un militante político hace cincuenta años y lo sigo siendo cincuenta años después.

Desde hace treinta y dos años soy profesor en esta misma Universidad de la cual alguna vez fui expulsado. Obtuve el rango de Catedrático y completé mi Doctorado en Historia, único grado académico que obtuve en la UPR, en 2005. Había completado mi Bachillerato y Maestría en Geografía, en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). De alguna manera al expulsarme, los administradores de la UPR me hicieron un gran favor. Me obligaron a lanzarme al mundo y a romper con la camisa de fuerza de la ínsula y regresé con las alforjas llenas de tantas cosas y con entusiasmo renovado.

He estado vinculado a la Universidad por más de medio siglo. He tenido las más diversas experiencias en este entorno educativo, social y político. Siento y padezco por esta institución, que respeto tanto por lo valiosa que es y sobre todo por la valiosa que puede ser; por el daño que algunos pretenden hacerle, por el estudiantado, esa legión maravillosa de jóvenes que forman parte principal de nuestro futuro nacional.

Sé que la Universidad y el País serán escenarios de nuevas luchas en el futuro; que con seguridad las mayores batallas por la Nación, por la libertad , la paz y la felicidad están todavía por darse.
Eso ha sido y es este pedazo de Patria que se llama Universidad, un lugar apasionante en el que se decide, como en el resto de nuestra geografía nacional, nuestro porvenir. Por eso aconteció allí el 11 de marzo de 1971.

*Febrero 2021

Fundación Juan Mari Brás

 

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