5 de octubre de 2021
Porque es la naturaleza del imperialismo
la que bestializa a los hombres,
la que los convierte
en fieras sedientas de sangre
que están dispuestas a degollar,
a asesinar, a destruir
hasta la última imagen de un revolucionario,
de un partidario de un régimen
que haya caído bajo su bota
o que luche por su libertad.
Y recordemos siempre que
no se puede confiar en el imperialismo,
ni tantito así.
Ernesto Che Guevara
¿Qué tienen en común Jeanine Añez, Marine Le Pen, Santiago Abascal/Vox, Donald Trump, Mario Vargas Llosa, María Corina Machado, Leopoldo López, Álvaro Uribe, Isabel Díaz Ayuso, José María Aznar, los jefes del PAN de México, Nayib Bukele, Jair Bolsonaro, Mauricio Macri, el príncipe Mohamed bin Salman, Alberto y Keiko Fujimori, Sebastián Piñera, Benjamin Netanyahu, Iván Duque, y otros personajes con igual notoriedad que ubican en distintas latitudes?
Les distinguen grados académicos de universidades prestigiosas, premios Nobel, presidencias, vidas acomodadas y encumbradas, abultadas cuentas de banco, fulgurante aristocracia; una representación exquisita de gente culta, ilustrada y chic, vanidosa, elocuente y glamorosa, religiosísima, elegante y bien comida, que acapara las portadas de los medios planetarios, lo mismo de la farándula que de la gran política; en la revista Hola o en CNN; en El País, Le Monde o The New York Times. Uno que otro figura en alguna sociedad “offshore” en Panamá o las Islas Vírgenes británicas.
La crema de la crema; lo mejor de la civilización occidental.
Pero no es tanta la ternura; ni la pulcritud; ni la inocencia. Agazapados detrás de esa fachada incólume está su condición verdadera de golpistas, agentes represivos y torturadores, promotores del discrimen racial, cultural, étnico y nacional, anticomunistas furibundos para quienes el mejor comunista o luchador social es el que está muerto, amigos y amigas de la guerra –siguen promoviendo las guerras justas de la civilización contra la barbarie-- y la destrucción del ambiente, enemigos de la perspectiva de género y el aborto, genocidas gozosos, escribanos de la violencia y la agresión, chauvinistas insoportables, manipuladores sin escrúpulos, extremistas confesos y arrogantes que creen en serio que pueden disponer del planeta a su antojo y con total impunidad, revivividores de un discurso tenebroso, de unas ideas perversas que han costado terrible sufrimiento y muerte a la humanidad.
Gente mala.
Esas son algunas de las cabezas visibles del fascismo del siglo veintiuno. Alguna vez tuvieron el pudor de retocar sus ideas e intenciones retrógradas. Ahora que dicen sentirse amenazados por los pueblos en lucha, se lanzan en plan de imponer su voluntad. Lo único que falta es que se coloquen la banda con la esvástica en el hombro. Y ni eso.
Impunidad y concertación; nada de improvisación; ninguna casualidad. Cálculo y premeditación. Una contradictoria mezcla inocultable de sigilo, torpeza e intolerancia les distingue, víctimas de su soberbia, que les delata. Así son.
No es incidental que mientras el aristócrata Vargas Llosa arremete en sus infames artículos contra Venezuela o contra el presidente Pedro Castillo --del Perú, país del que hace tiempo ha renegado, ahora devenido en aliado oportunista de los genocidas y corruptos Fujimori—el indeseable Bolsonaro entregue la selva del Amazonas a la lapidación ecocida o promueva los tambores golpistas y matanzas por doquier.
No es casualidad que mientras el guerrerista Trump amenaza al planeta entero y se pasa la democracia representativa por donde no le da el sol,, el fascista Piñera, los genocidas Duque y Uribe y la golpista Añez le hacen coro entusiasta, mientras el príncipe Mohamed bin Salman asesina periodistas y disidentes y Netanyahu masacra palestinos.
No es por carambola que mientras el detestable José María Aznar llena su boca de insolencias contra el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador —Pero usted, ¿cómo se llama?...-- el fascista de Vox Santiago Avascal se reúne con parte de la cúpula del PAN para anunciar por todo lo alto la firma conjunta de la así denominada Carta de Madrid, solemne proclama contra el avance del comunismo en la Iberoesfera, en defensa de la libertad, la democracia y la propiedad privada.
No ha sido fortuito que mientras en Nuestra América se produce una esperanzadora y esencialmente justa reivindicación de la población originaria cinco siglos maltratada y violentada, la fascista Isabel Díaz Ayuso se atreva decir, con desbordante aversión, que el nuevo comunismo se llama indigenismo… , obsesionada como otros de su calaña por justificar el genocidio iniciado en 1492 en América. Díaz Ayuso y Abascal, los mismos que han acogido en su seno a los terroristas confesos María Corina Machado y Leopoldo López, y que siguen creyendo, junto a otros en su país de origen, que tienen derecho de propiedad sobre la América que conquistaron a sangre y fuego y que —parece que lo han olvidado-- perdieron a sangre y fuego. Que España sólo trajo a Latinoamérica libertad, prosperidad, paz, entendimiento, ha osado decir la presidenta de la Comunidad de Madrid, con insolencia manifiesta.
No es fruto del azar que mientras en Europa la extrema derecha apuntala espacios para el retorno del fascismo con personajes como Le Pen, en El Salvador un pichón de dictador como Bukele goza de impunidad imperial para disponer a su antojo como pretendido niño malcriado y en Argentina la derecha neoliberal y entreguista de Macri esté afilando los cuchillos, confiada en el retorno al poder.
Tales para cuales.
Les encontramos en muchos lugares del planeta, dando la falsa impresión de que están dispersos o que actúan de manera inconexa. Pero hay un hilo conductor ideológico y político que les une. Por ejemplo, su anticomunismo patológico y enfermizo, al extremo de que, en su afán de atacar despiadadamente a quien se atreva levantar la bandera de la justicia y el cambio social, han revivido al muerto que ellos mismos alegaban haber sepultado muchos pies bajo tierra, tras el colapso de la Unión Soviética y la desaparición del campo socialista este-europeo. Resulta que los comunistas y el comunismo están de vuelta, que en realidad nunca se han ido, que ahora adquieren rostro de indígena, de campesino, de mujer, de inmigrante, de negro, de gay.
Son peligrosos.
Les distingue asimismo su intolerancia, el manejo caprichoso del parlamentarismo, la manipulación y adulteración de la historia, la defensa visceral del neoliberalismo y la desigualdad de clases y un acendrado fundamentalismo existencial. Rinden culto a la propiedad privada y detestan toda alusión a la igualdad. No sería exagerado, mucho menos injusto y quizá guardando algunas distancias, adjudicarles coincidencias importantes con la mentalidad de los talibanes afganos.
Astutos como son, algunos y algunas han renovado el mismo discurso populista que una vez utilizaron los nacionalsocialistas y Adolfo Hitler. Quieren presentarse como los grandes defensores de los intereses de los pueblos; como los buenos que se organizan para enfrentar al demonio comunista.
Tienen poder económico y mediático, militar y político; y van en serio contra quienes tenemos la osadía de insuflarle nueva vida a las luchas por la libertad y la justicia social. Van contra Venezuela y contra Cuba, contra Nicaragua y contra Bolivia, contra el Foro de Sao Paulo y contra todo lo que huela a democracia y justicia social.
Son la Internacional de la Perversión.
No se trata de un grupo de nostálgicos, como los que aparecen en algunas películas de posguerra. Están plantados en el presente, ansiosos porque no acaba de imponerse la unipolaridad soñada del capitalismo más crudo; desconcertados porque los pueblos siguen luchando y no se resignan; desesperados porque el fantasma aquel sigue recorriendo, no sólo Europa, sino el planeta entero.
Conspiran, se organizan, financian, manipulan. Todos los días les escuchamos, les vemos o les leemos, lanzando diatribas estridentes, insultos, amenazas y advirtiendo que se preparan para impedir a como dé lugar el avance de las luchas populares. Están—evocadora descripción—cara al sol, como aquella canción fascista que, nos recuerda Luciano G. Egido, “…acompañaba los fusilamientos masivos, en la cunetas de la guerra civil, en la España de Franco, que trataban de extirpar la hidra democrática y que, más tarde, animaría las palizas y el aceite de ricino de la represión permanente”.
Es, en efecto, el fascismo del siglo XXI. El rostro elegante del imperialismo de nuestros tiempos.
No basta con decir nunca más. Es equivocado pensar que esa pesadilla pasó y no retornará. A las alturas de 2021, las grandes contradicciones existentes entre las minorías que controlan y disfrutan de la riqueza y las mayorías que enfrentan y sufren la pobreza y la injusticia social no sólo no han disminuido, sino que se han profundizado. Esas minorías y sus aliados no tienen la menor intención de soltar prenda. El extremismo ilustrado de los fascistas modernos es su punta de lanza, la más elocuente, irreverente y escandalosa.
Que a nadie se le ocurra que porque Dios así lo ha dispuesto, triunfará el bien sobre el mal, la justicia sobre la injusticia o la bondad sobre la maldad. No hay milagro que valga. No hay espacio para las justezas del destino. Todas las cartas están sobre la mesa. O luchamos y vencemos, o asumimos la responsabilidad que la Historia nos demanda, o nos resignamos a las terribles consecuencias que ya no nos son extrañas.
A los fascistas del siglo veintiuno hay que denunciarlos, desacreditarlos y combatirles en todos los frentes, sin el más mínimo titubeo. Sin que nos tiemble el pulso. A la Internacional de la Perversión hay que anteponer la Internacional de la Solidaridad, del Internacionalismo y de la Lucha tenaz e incansable en defensa de nuestros pueblos y de todos los pueblos. Esto es cierto, necesario y urgente en Nuestra América y en toda América, en Europa y en Asia y África, en Oceanía y hasta en la Luna.
Que lo sepan esos forajidos y forajidas y quienes les hacen el caldo gordo. No nos sentiremos tranquilos y tranquilas hasta que les borremos del planeta. Sólo entonces, aunque cueste un gran esfuerzo, tendrá la humanidad de hoy y de mañana, la seguridad de poder edificar la verdadera libertad y felicidad.
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