Escrito por Noel Colón Martínez / MINH
Dylann Storm Roof, un joven de apenas 21 años, desató la pasada semana la ira de todo el mundo cuando penetró armado al sótano de la Iglesia Emanuel de Charleston, Carolina del Sur, de feligresía predominantemente afroamericana, atacando con una pistola Glock calibre 45 a un grupo que se dedicaba pacíficamente a estudios bíblicos, matando a nueve personas.
Roof es un fanático blanco atemorizado ante el ascenso de la comunidad afroamericana en la sociedad norteamericana. Su sitio en Internet se denomina “The Last Rhodesian”, evocando la nefasta memoria de aquella minoría blanca que tanta represión y muerte ocasionó en lo que desde 1980 vino a ser Zimbabue.
Se trata, sin duda, de un crimen de odio. Odio contra los negros, odio contra Estados Unidos, odio contra su bandera, molestia porque el Ku Klux Klan haya sido silenciado, porque no proliferen con mayor presencia los actos violentos. “Alguien tiene que tener el coraje de hacerlo en la vida real, y supongo que ése debo ser yo”, expresa en lo que se considera su manifiesto racista señalándose a sí mismo como un “blanco nacionalista”. Un blanco nacionalista que añora la Confederación anterior a la Guerra Civil de 1861 al 1865, que añora la esclavitud y que reclama como su bandera la confederada. Contrario a las repetidas ocasiones en que el mundo ha conocido de las acciones abusivas de los blancos contra negros y las ha repudiado, en este caso se trata de un fanático que está dirigiendo una convocatoria a la “guerra racial”, a detener el protagonismo negro en la sociedad norteamericana porque, según él, los negros se están “apoderando” de Estados Unidos.
Resulta preocupante que frente a un acto tan deleznable los medios en Estados Unidos se estén preguntando si los grupos de supremacistas blancos y políticos influyentes han tenido alguna relación con los actos cometidos en la iglesia de Charleston. Luego de que el Presidente de esa nación señalara que la bandera confederada debía estar en los museos, en reacción a que ésta ondeaba frente al Capitolio de Charleston luego de los crímenes cometidos, la bandera no sólo se mantuvo izada sino que, contrario a las otras, no se mantuvo a media asta. La gobernadora del estado, Nikki Haley, quien expresó que ella entendía que se trataba de un crimen de odio, no ordenó poner la bandera confederada como las otras aduciendo que ése era un asunto sensitivo.
Estamos acostumbrados a que muchos norteamericanos a título personal acepten como normal y corriente lo que su gobierno les enseña de manera tan reiterada en Irak, Afganistán, Libia, Siria. La violencia se ejerce siempre que sea conveniente y necesaria: ése parece ser el mensaje oficial. La paz, la concordia, la búsqueda de alternativas no violentas, el respeto irrestricto a los derechos humanos no es parte del mensaje oficial. La consecuencia es la que debemos esperar: hacia abajo se filtrará el mismo contenido de violencia y el mismo desapego por la diversa convivencia pacífica.
Desde el pasado año se viene desarrollando en Estados Unidos un nuevo brote de violencia racial. Los nombres de los que mueren víctimas de la violencia policiaca identifican, casi de manera sistemática, a un blanco matando a un negro. Los nombres de los que caen se transforman en figuras reconocidas. En abril Freddie Gray cayó víctima de la violencia policiaca en Baltimore tras de lo cual se produjeron protestas significativas; en el mismo mes y en Carolina del Sur, como el de ahora, un policía blanco dispara contra Walter Scott, un negro que le está dando la espalda y tratando de alejarse; el año pasado fueron noticia internacional las muertes de Tamir Rice en Cleveland y de Eric Gardner en Nueva York. Tal vez el más comentado de todos fue el incidente en que un policía blanco disparó varias veces contra Michael Brown en Ferguson, Missouri.
Toda esa violencia racial ha recibido una repulsa muy clara y amplia de capas sociales y medios de comunicación, pero los estados del sur se mantienen siempre remisos a ver a los afroamericanos como iguales. La práctica esclavista en Estados Unidos fue fundamentalmente un fenómeno del sur y por Charleston se introdujeron a ese país un número considerable de esclavos mediante la usual violencia institucionalizada que generó enormes beneficios económicos a la región.
Cada vez con mayor frecuencia se escucha la afirmación de que Estados Unidos es un país fallido. En estos días estuvo en Puerto Rico el congresista de Alaska Don Young, quien para la década del 90 presidió el Comité de Recursos Naturales y que ahora, sin influencia política alguna, totalmente desprestigiado luego de haber sido multado el pasado año en $60,000 por el comité de Ética de la Cámara de Representantes, preside el Subcomité de Asuntos Insulares. Vino a buscar dinero y a ofrecer una “audiencia” para oír puntos de vista sobre el estatus y sobre asuntos económicos. José Manuel Saldaña, expresidente de la Universidad de Puerto Rico, que lo recibió y lo agasajó, se ha colocado a la altura moral de Don Young.
El párrafo anterior parece no dar continuidad al tema anterior. El problema es que las presentes relaciones entre Puerto Rico y Estados Unidos nos hacen vulnerables tanto a la guerra racial que propone Dylann Storm Roof como a las falsificaciones de llamados líderes como Don Young. Si nefastas convocatorias como la que ha realizado Roof encontraran eco en algunos sectores de la ultraderecha en Estados Unidos el combate no sería contra afroamericanos solamente. Puerto Rico tiene una significativa presencia en aquel país. La ultraderecha no se detendrá a considerar el fomento de la discriminación racial como el único interés pues desde ya está demostrando una hostilidad contra todos los inmigrantes al sur del Río Grande. Cuando se produzca una atmósfera de hostilidad contra los que no son considerados como estadounidenses, los puertorriqueños pagarán su precio. A la hora de darle espacios al prejuicio y la prepotencia no habrá diferencia entre puertorriqueños y afroamericanos.
Estados Unidos no tiene, ni se vislumbra que tenga, un liderato político que obre en función de la existencia de un mundo diverso que rechaza la hegemonía política y el liderato moral que Estados Unidos quiere ejercer en el mundo. Todo complica la situación de ese país; tiene graves problemas internos junto a una conducta irresponsable con relación al conjunto internacional.
Parece natural que una sociedad tan violenta y desigual como la estadounidense genere actos de violencia como los producidos por Root o de tanta corrupción como los producidos por Don Young. A éste le dan una palmada en la espalda y lo dejan en el mismo lugar donde ejerce su oficio. A Roof, que vive en Carolina del Sur, un estado que practica la pena de muerte, con toda probabilidad lo ejecutarán. Los que rechazamos esa práctica no podemos hacer otra cosa que rechazarla ahora. Roof tuvo unos atisbos de humanidad cuando consideró no disparar considerando la afabilidad con la que fue recibido en la iglesia Emanuel. Pero él fue a cumplir una misión y consideraba su deber cumplirla. Ese ser humano, víctima de sus circunstancias de violencia instaladas en su existencia no debe ser sacrificado para cumplir la normativa de una comunidad enferma que lo llevó a ser un asesino de sangre fría.
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