Escrito por José Rivera Santana
Hay citas que tienen la virtud de una buena foto o imagen: ¡valen más que mil palabras! Es decir, no requieren de mucho análisis o explicación y tratar de hacerlo hasta podría ser equivocado.
Para mi suerte y frente a la petición de enviar mi colaboración regular a 80grados encontré en la lectura de un testimonio –que recomiendo con mucho entusiasmo– el tema que les comparto.
Aún sin terminar de leerlas, es revelador el contenido amplio y pertinente de las memorias, recién publicadas en castellano de Rexford Guy Tugwell, el último gobernador estadounidense impuesto. Su incumbencia cubrió desde el 1941 al 1946.
Asombra su interpretación de la realidad social, cultural, política y económica del Puerto Rico de las décadas del treinta y cuarenta. Su mirada a las vicisitudes, la miseria, los conflictos, las intrigas, los prejuicios, la explotación, las desigualdades, las potencialidades y la belleza de la geografía natural del País, entre otras tantas observaciones que recoge de su experiencia como gobernador.
Creo importante destacar dos citas cuya vigencia es clara en dos temas que son objeto de discusión extensa en días recientes. Me refiero primero, a la relación política colonial con Estados Unidos y, segundo, a la vocación consistentemente antiobrera de un sector de la clase empresarial que en las próximas semanas se disponen a aprobar, a través de sus interlocutores en la legislatura, una reforma laboral abusiva y lesiva a los derechos de los trabajadores.
Tugwell expresa con gran claridad –como si estuviera describiendo una foto– el tema de la dominación colonial del gobierno de su país sobre Puerto Rico y sus consecuencias nefastas en todas las dimensiones de la vida del pueblo puertorriqueño. Lo extraordinario de su descripción es cuán poco distante se nos presenta la realidad actual de la misma. Aún más, el reciente informe de la Casa Blanca pudiera ser perfectamente el principal anejo de la siguiente cita. Veamos:
“Económicamente, el colonialismo consistía en organizar las cosas para que la colonia vendiera su materia prima en un mercado barato (en la madre patria) y comprara su alimento y otros bienes terminados en un mercado caro (también en la madre patria). Además, estaba el asunto de los productos extranjeros transportados en barcos americanos. En ese sentido, Puerto Rico era una colonia tal y como había sido Nueva York y Massachussets. Excepto por las ‘ayudas’ de una clase u otra que Jorge III y los demás fueron demasiado tontos para dar, cuando hubiese sido sabio, Puerto Rico estaba casi igual de mal. Y la ayuda era algo que el Congreso obligaba a Puerto Rico a suplicar, mucho, y de las maneras más repugnantes, como un mendigo a los pies de la iglesia, sombrero sucio en mano, mostrando sus llagas, pidiendo y gimiendo con exagerada humildad. Y esto último era el verdadero crimen de América en el Caribe: hacer que los puertorriqueños fuesen menos de lo que en realidad habían nacido para ser.”1
Su apreciación sobre los aduladores, empresarios y vividores del sistema es casi idéntica a quienes hoy proponen la reforma laboral, una verdadera amenaza a las conquistas que con tanto sacrificio y esfuerzo los trabajadores han alcanzado en más de 100 años de lucha organizada en Puerto Rico y cuyos resultados han beneficiado, además, a toda la sociedad puertorriqueña.
Como si no bastaran las penurias causadas a los miles de trabajadores despedidos y la incertidumbre que reina en el ambiente laboral de aquellos que aún conservan su empleo, ahora, el próximo capítulo, es la llamada reforma laboral que ya se debate en la legislatura. Sus promotores describen las mismas características, vicios, insensibilidad e indolencia que Tugwell criticara en la siguiente cita:
“Estos son hombres prácticos, abogados tal vez, o ingenieros, o contables, no necesariamente puertorriqueños, a veces continentales. Se han sobrepuesto a cualquier impacto por la pobreza o a cualquier entusiasmo por la belleza o a cualquier molestia por el contraste entre ambos. Están llenos de quejas por la pereza de los trabajadores, llenos de relatos de cuán contentos y productivos fueron alguna vez, seguros de que los han mimado demasiado con ayudas o salarios altos, angustiados por su falta de previsión y su negligencia.”2
Sería un error concluir, como a menudo se escucha, que la historia se repite. Ciertamente los tiempos han cambiando. Han transcurrido siete décadas. Lo que no ha cambiando en su esencia son las relaciones de poder, tanto las nacionales como las de clases sociales. Tampoco, la desigualdad y la enorme brecha de inequidad que caracteriza un modelo económico y político excluyente.
1. Rexford Guy Tugwell, La Tierra Azotada, pág. 38
2. Rexford Guy Tugwell, La Tierra Azotada, pág. 43
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